jueves, 18 de diciembre de 2014

La Idiota

Ella era de esas idiotas que creían en los hombres sinceros. Creía en el caballero que te acompaña a casa, el que te besa en la puerta de entrada. Creía en ese que sonreía solo por poder mirar sus ojos, en ese que no necesitaba más que su presencia.

Ella, era un idiota. La idiota de los cuentos de hadas. La idiota que soñaba despierta, la que ponía su fe en cada hombre que la encandilaba con sus ojos marrones.
La idiota sin amor propio. La idiota en busca de amor.

Ella quería una caricia, una sonrisa, una mano en la suya. Siempre la buscaba, ahí donde no iba a encontrar nada.

Y caminaba sola a casa, con su idiotez brillando como un aura. La idiota llegaba a casa y lloraba en su almohada blanca; y odiaba todo, todo, todo…

Era de esas idiotas que se arreglan para salir con el chico equivocado, y aunque el indicado le tocará la puerta y le dijera “hola, soy el indicado”, no lo vería, porque no llevaría las lentillas puestas; no lo escucharía, porque la música sonaría a todo lo que da el pequeño parlante rojo.

Era esa clase de idiota que piensa que es su culpa no gustar. Esa idiota que se rinde, que se tira en su cama a soñar con lo que no existe.

La idiota suprema, la estúpida que se va quedando sin sonrisa; le echa la culpa a su cuerpo, a su pelo, y su poca inteligencia.

Era de esas que se sentaba después de una cita a tipear historias de amor en el pc, la que se pasaba las manos por la cara pensando “¿Qué paso?”; era de esas que se tomaba un cerveza sola en la oscura y fría habitación.


Ella era idiota, porque al igual que el idiota, no era capaz de ver sus colores en el espejo.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Podría, pero no fue...

Ese era el día, iba a quedar con la chica del recreo. La rubia, la de los ojos grises. Hacia un tiempo que venía con la idea de conocerla. No te imagines una rubia despampanante ni nada, no era alta, pero tampoco baja, su sonrisa se torcía un poco cuando lo saludaba, y su pelo era ondulado y desordenado. Su cara era una cara más, aunque sus ojos eran de otro mundo. Quizás eso llamó su atención, sus ojos profundos. Cada vez que la miraba a los ojos era como hundirse en un pozo de agua, ahogarse, quedar sin respiración, pero a la vez era una bocanada de aire, de ese que luego de un tiempo te quema los pulmones, pero que agradeces.

Un día se armó de valor y se acercó, le platicó algunas idioteces, y al sonar el timbre del recreo, apurado y en palabras atropelladas, le pidió que aceptara un vaso de zumo. Ella con una sonrisa y ladeando su cabeza a la izquierda, aceptó.

Pasaron los días, y la veía sentada sola, como siempre, en la última banca del patio de recreo. Decidió que en el siguiente bloque, se acercaría a determinar un día.
Durante toda la clase miró a través de la ventana, en su mente se iban superponiendo distintas frases, imágenes, gestos que podría usar cuándo hablara con ella. Pero cada una la desechaba por una que creía menos estudiada. Así pasaron 45 minutos, entre imágenes y palabras, entre retorcijones de estómago y manos un poco sudadas. Al sonar el timbre, se levantó tan rápido de su silla, que tuvo que volver a sentarse, contó hasta tres y se levantó despacio. La ansiedad se apropiaba de cada parte de su cuerpo, basta, se dijo así mismo, tranquilo, se repitió.
Ella estaba ahí sentada, leyendo, como siempre. La saludó, y no obtuvo otra respuesta, sino que una mano levantada con el dedo índice apuntando al cielo. Espero unos minutos hasta que ella levantó la mirada y le dio esa sonrisa torcida que le retorcía el estómago. Conversaron durante todo el recreo, y una vez más, al sonar el timbre, hablo rápido. Determinaron un día y hora para tomarse ese zumo.

El día había llegado, domingo a las cinco de la tarde. El sol brillaba afuera, sería un buen día.

A las 16:40 salió de su piso, con rumbo al punto de encuentro. Magnifica la sensación que tuvo al verla en la esquina, con su libro en la mano, un vestido y una chaqueta verde musgo. El día fue perfecto, además de un zumo, comieron magdalenas, pasearon por el parque, y hablaron de la vida mientras miraban el cielo a la sombra de un aromo.
Eran ya las 21:30, y estaba oscuro, era hora de separarse y ambos lo lamentaban, a pesar que habían ido cogidos de la mano por ahí, se despidieron con un beso en la mejilla, quedaron para el primer recreo del día siguiente.


Ese era el día, iba a quedar con la chica del recreo.  El sol brillaba afuera, sería un buen día. A las 16:35 comenzó la tormenta.