Ella era de esas idiotas que creían en los hombres sinceros.
Creía en el caballero que te acompaña a casa, el que te besa en la puerta de
entrada. Creía en ese que sonreía solo por poder mirar sus ojos, en ese que no
necesitaba más que su presencia.
Ella, era un idiota. La idiota de los cuentos de hadas. La
idiota que soñaba despierta, la que ponía su fe en cada hombre que la
encandilaba con sus ojos marrones.
La idiota sin amor propio. La idiota en busca de amor.
Ella quería una caricia, una sonrisa, una mano en la suya.
Siempre la buscaba, ahí donde no iba a encontrar nada.
Y caminaba sola a casa, con su idiotez brillando como un
aura. La idiota llegaba a casa y lloraba en su almohada blanca; y odiaba todo,
todo, todo…
Era de esas idiotas que se arreglan para salir con el chico
equivocado, y aunque el indicado le tocará la puerta y le dijera “hola, soy el
indicado”, no lo vería, porque no llevaría las lentillas puestas; no lo escucharía,
porque la música sonaría a todo lo que da el pequeño parlante rojo.
Era esa clase de idiota que piensa que es su culpa no
gustar. Esa idiota que se rinde, que se tira en su cama a soñar con lo que no
existe.
La idiota suprema, la estúpida que se va quedando sin
sonrisa; le echa la culpa a su cuerpo, a su pelo, y su poca inteligencia.
Era de esas que se sentaba después de una cita a tipear
historias de amor en el pc, la que se pasaba las manos por la cara pensando “¿Qué
paso?”; era de esas que se tomaba un cerveza sola en la oscura y fría habitación.
Ella era idiota, porque al igual que el idiota, no era capaz
de ver sus colores en el espejo.
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